Puertas empolvadas

Por el ojo de la cerradura se asoman suspiros que nada tienen de historia, fuerza o interés, sólo vagan como moscas que se posan mientras intentas atraparlas. Puertas cerradas, olvidadas tras un montón de cajas, etiquetas, glorias y proyectos. Quizá un suspiro así de vago y banal sirva de paracaídas para lo que hace tiempo se mantiene bajo las sábanas. Un aire de libertad, un respiro, unas alas que sirvieron para un cuento mal escrito y se olvidan aún para los disfraces más ridículos. Un mendigo estira la mano mientras un corazón acribilla un sentimentalismo: demasiado lagrimeo para apantallar al débil. Una grieta estría la piel y se vanagloria ante los ojos del cirujano perfeccionista, y en el espejo un asesor de imagen parece muñeco de cera de cuerda en su afán por adiestrar el coraje del tiempo sincero. Un par de zapatos arrastran la tierra que habrá de enterrarlos mientras un hombre los calza y se deja llevar por el ímpetu de un camino recorrido por las suelas de un pie descalzo. El deseo de una mariposa por regresar al ovillo de oruga donde el tiempo se detiene a la vista del vago escrutinio.

Hace kilómetros de viento se derribaron cien paredes, las estructuras sólidas hechas del miramiento categórico del sistemático relojero. Un espejo se resquebraja bajo la mirada atónita de una despedida de espalda, y el botón de la camisa pierde agarre ante la polvareda del parpadeo. Quizá ahí en ese abandono está la puerta entre abierta del lugar que todos miran, del espacio en común que te acompaña mientras no lo miras, donde se sientan los invitados de la tertulia de bienvenida que olvidaste que te hacían. Esa lágrima puede no ser tu condena perpetua, sino la misma bomba de tiempo que desate el ocaso.

¿Dónde están todos en la tertulia? Los reflejos del laberinto de espejos reflejan la misma imagen que has visto reflejada en tu espejo de tocador. La única que has visto, las más valiente, dura, melancólica, salvaje e infanqueable, que al mínimo aironazo se postra ante lo inevitable. Vuela un sombrero, una bufanda y un huevo petrificado. No habrá ventarrones que azoten el tiempo. Los surcos de unas manos susurran. En un bolsillo asoma el lazo de un vestido, y un grano de arena que el tiempo olvidó colocar en alguna playa. ¿Qué harás cuando el mar desaparezca?

Ahí donde los reflejos se confunden, las identidades son prestadas, y el carmín de labios es recuerdo de otros tiempos, está la sonrisa que vanagloria, la lágrima que define al valiente, la caricia que  precede al más macho, el abrazo del solitario, el llanto del doliente su motivo de felicidad, ahí donde una ayuda es una salvación propia. El punto exacto donde ser cobarde es divino.