La derrota no es tímida

…pero es silenciosa

Hay sentimientos que podrían explicarse en una metáfora y así evitar que quien debiera entender lo haga, aunque tengas la intención, y así te evitas la incomodidad de haber sido sincero. Esa ha sido una de mis grandes premisas para escribir sobre sentimientos y compartir un par de palabras. Es más cómodo. Pero en ocasiones la situación obliga y el pavor se va haciendo presa. Es parte de esta idea de que el presente no es más que el borrador de una obra a la que todavía le faltan los actores. Aunque por momentos parecen los recuerdos de alguien de 85 años, sólo que los rostros ya le son borrosos. En algún lugar intermedio entre el borrador de un ensayo y el recuerdo de lo que fue está lo que algunos llaman realidad, y por obligación uno tiene que enfrentarse a ella como si se tratase de una condena y las personas están ahí, en frente, sin más que esa forma de ser tan suya y tuya.

Hace algún tiempo sostuve una conversación que aclaró mi catálogo del mundo y los sentimientos: habemos personas y habemos gente, y por lo general las personas se enamoran de personas, pero se tornan en amores ideales, platónicos, y de alguna forma nos conformarmos con la gente, nos hacemos valer a través de nuestro propio sacrificio ante nosotros mismos. La verdad es que no engañamos a nadie, ni a nosotros mismos.

Soy de esas personas que cuando está sola se imagina todo tipo de situaciones con todo tipo de personas, y en mi cabeza mantengo todas esas conversaciones que nunca sé cómo empezar o que nunca me atrevería a decir en la realidad. Son válvulas de escape que te tranquilizan. De alguna forma tuviste esa conversación aunque nunca la tendrás en realidad. Es como llorar solo… Soy culpable de creer que esta realidad no es más que el borrador de una obra de teatro que todavía no encuentra a sus actores, aunque me descubro cual señora de 85 años recordando el pasado y colocando los rostros en lugares diferentes. Sé que en algún lugar intermedio está la realidad a la que se supone debo enfrentarme, pero nunca se debe subestimar el poder de negación.

Hasta ahora todo había ido funcionando bien, fue cuestión de no hacerlo palabras sonoras con nadie hasta que ya no fuera una mera suposición. Estos sacrificios por considerarlos personas son las redes que me han justificado, en parte por evitar derrotas, obligaciones y decisiones que desbalanceen mi vida. Son la única forma que he encontrado para amalgamar las derrotas y lograr esconderlas tras una puerta cuya tranca es de éter. Es más fácil después de pasada la tormenta escupir todos los argumentos, todos los contras del «hubiera» y así evitar un arrepentimiento. El no hablar esos sentimientos, el hacerlos una metáfora para protegerme de lo incómodo también han servido para llegar al momento de decir «ya es demasiado tarde» y «¿Qué derecho tengo yo de decirlo? ¿con qué cara le hablo de algo que no puedo cumplir?» Lo que nunca me imaginé es que esa falta de arrepentimiento se conviertira en la más sincera de todas mis derrotas.

Hoy, después de naufragar y caer al agua sin salvavidas, puedo decirme que no me arrepiente aún, que de alguna manera la otra cara de la moneda también es un mar de decisiones que he querido, y no me arrepiento de ellas, porque de las opciones que se tienen se eligen algunas y otras no… El problema es ¿cuántas veces más seguiré atormentándome con esto? Quizá hasta que tome la iniciativa de ser la primera, quizá hasta que me tome la libertad de al menos decirlo, aunque no signifique nada.

girasoldemente@yahoo.com.mx

Por los olores y aromas (I)

Si me guiara por olores podría recordar más de una vida, y con el tiempo hasta desprenderme de los mismos recuerdos que provocan. Mientras los anclajes no sean estériles, esos recuerdos permanecen. Y es que más que un simple olor es una evocación, como se avecina la tormenta y el olor del mundo se torna apacible y melancólico, como una esperanza que no termina de cuajar. Recordar el olor de la tierra mojada, luego de la lluvia, cuando la diversión se atenúa y se transforma en un suspiro alentador, el olor de la ropa sacada de la lavadora, como si se tratase de un recuerdo de otro tiempo. Y sí también está el olor del plástico quemado fruto de una complicidad y una travesura secreta que siempre se acompañaba de miradas y comentarios repulsivos. El olor de unos pies sudados nos recuerda que aún estamos vivos, y que lejos de ser agradable acusa nuestra presencia y nos hace visibles hasta para los mormados. No me puedo quitar de la cabeza ese olor de la avena cuando se está cociendo, como si el engrudo no bastara para obligarnos a pernoctar con dolor de esófago. El aroma de una rosa, tan subestimado me recuerda a las margaritas que en su aroma tan salvaje y poco reconocible se esconde la sinceridad de su presencia. El olor de las piedras, el olor de los gatos y del caucho de las ruedas de mi bicicleta justo antes de perder el control y sumar una cicatriz a las tantas todo por la necedad de ser igual que los grandes. El suelo también tiene su aroma, y no es lo mismo cuando te acuestas en él como cuando te caes y de la mano viene el olor del merteolate, siempre tan rojo y oscuro penetrante y olvidadizo, que no provocaría ardor, pero sí hacía extrañar el del alcohol que siempre parecía refrescar memorias de hospitales sin anestesia. Y si de hospitales hablamos, no todos huelen igual, y según el piso parece que las enfermedades se van colando en las paredes, las alfombras y hasta las manos de las enfermeras, que no importa cuán limpias, siempre huelen a hospital. Olores como esos, de las panaderías en la mañana temprano, cuando recién empieza a prometerse el pan cocido en el horno, que entre harina y masa abre el apetito y antoja la mortadela. Siempre estará el olor de la señora que limpia las escaleras, como entre estropajo y jabón en barra, que por mucho que lave de la misma forma, nunca me impregno igual. Quizá sí se pueda revivir toda una experiencia a través del aroma de un café recién molido, que nunca será el mismo que cuando ya salió de la olla o impregnó un poco de agua y así darse el lujo de recordar el primer café, tan odiado, y luego tan necesario y poco abandonado. Sin olvidar el sótano de mi abuela, una mezcla entre el frío del tabique, las botellas de vino, los pollos recién degollados y el escape a por el frío del congelador siempre con la promesa de una sorpresa helada de chocolate, o algo dulce. Poco he logrado en cuanto a reconocer a las personas por los olores, pero sí lo lugares, porque además no todos los barrios y colonias huelen igual, y puedes reconocer por dónde estás en la ciudad con los ojos cerrados si sólo levantas un poco la nariz y entonces recordar por qué el mareo de aquellas curvas y las arcadas que te provocaba que alguien más tuviera que bajarse a la orilla de la carretera. Y entonces reconocer el olor de la tierra que se va acumulando bajo las uñas, y el olor a sudor que se deprende de entre tus dedos después de estar toda la tarde en la bicicleta arrancando fruta para merendar y evitar una vuelta hasta casa. El olor de esos gitanos llegando en sus caravanas listos para armar sus puestos de balines siempre me confundía entre el olor de la ropa limpia y el secreto de una sabiduría inalterable…