Tiempo invisible (I)

El mundo gira sus ojos a la megalópolis que conozco desde que abrí los ojos por primera vez y parece que yo no puedo pensar en otra cosa que en mi nuevo reloj. Bueno… no tan nuevo, pero muy joven. Hace años renuncié al uso del reloj de pulsera como parte de un reto personal, y reconozco que después de tres meses de traerlo encima aún no me acostumbro a ver la hora en él, y lo uso más para cronometrar sudores. El rizoma de los recuerdos es curioso y me llevó a intentar sistematizarlo en esta ocasión hasta recordar mi historia con el tiempo.

Mi primer reloj era rosa, lamento ya no tenerlo y me gusta pensar que alguien sí y quizá lo disfrue o lo use tanto como lo usé yo. La correa era de goma, y como yo aún me creía más pequeña le había asegurado al mundo que no sabía leer los relojes de manecillas, y traer ese reloj digital parecía sustentar mi inocencia, aunque al no tener calculadora, ni juegos ni opción a usarlo como control de televisión, me hacía sentir más madura que mis amigos y primos; no necesitaba un juguete, sino solamente lo que me hacía falta, lo demás era pedir nimiedades. Lo adoraba porque de alguna forma llamaba la atención que siendo diestra lo llevara siempre en la muñeca derecha y así podía presumir que era orgullosamente ambidiestra por todos lados. Lo usé muchos años, aún cuando ya sabía leer los relojes de manecillas y comenzaron a gustarme más, porque con presionar un botón podía, automáticamente, ver qué hora era en España al mismo tiempo y podía figurarme qué hacían, justo en ese momento, mis amigos y mis abuelos. La idea de lo relativo del tiempo me causaba estupor, me espantaba no estar viviendo lo mismo, de hacerme vieja a diferente velocidad que aquellos que aún me enviaban extensas cartas por correo. Recuerdo el día que lo cambié, y aún conservo al segundo, pero no recuerdo por qué me deshice el primero.

Mi segundo reloj es de manecillas, tiene números romanos, y al contrario de la mayoría de sus compañeros con número romanos, éste marca las cuatro con el número correcto (IV y no IIII como casi todos; si no lo habías notado presta un poco de atención a los relojes del mundo y luego descubre la historia detrás de semejante burla a los jurados a la preservación de lo «correcto»). Me enorgullecí de tenerlo, agradecí el regalo y recuerdo el sentimiento. Lo usé diario, cuando iba en bicicleta, cuando jugaba fútbol, cuando trepaba árboles y cuando hacía un examen. Era como mi permiso para poder seguir siendo niña sin tener que renunciar a los objetos de adultos. Ayer me lo probé, para verificar si aún me quedaba la correa, y tendré que cambiarla, los gustos mutan.Ya no podía ver directamente qué hora era en España o México, respectivamente, pero ya había aprendido la técnica de mi abuelo para calcularlas sin tener que contar, además de aprender a traducir «22 hrs» a «10:00 pm» restando, en lugar de aprendérmelas de memoria (método que aún necesito utiliar hoy, puesto que como «derecha e izquierda» se confunden diario, memorizar horas usando el método 24 me resulta innecesario.

No recuerdo a qué edad lo cambié, hasta entonces no tenía más opciones de relojes, era uno para todos los días, hasta que llegaron reemplazos divertidos y curiosos con los que fui perdiendo un significado y adquiriendo un gusto…

Curioso es extrañar

Calles, charcos, semáforos, cajeros, baristas, amigos, familia; la lista puede tornarse interminable cuando comienzas a hacer conexiones por recuerdos, respiraciones anexas, cuando revisas viejas fotografías o te reencuentras con viejas compañías. Extrañar sin darte cuenta, o tener la melancolía de esas pequeñas cosas cuando sucede. Nadie nos enseña a decir adiós, porque al hacerlo, al dar la espalda para marcharnos no aprendemos a voltear los ojos, nos gusta aferrarnos a lo bueno, a lo malo, a los recuerdos que valoramos incluso más que una posibilidad futura, incluso más que el acto de cada día.

Extrañar por cariño parece inevitable, sobre todo cuando descubres un cariño que no jurabas era poderoso, real, indisctuble. Sin darte cuenta ya has alquilado tiempo y no quieres dejar de hacerlo, prefieres evitar las despedidas, dar largas, soñar con posibilidades, y te haces a la idea de que siempre podrás encontrar el valor para tomar en serio la invitación y para en verdad extender tu mano cuando el tiempo no deje más que una fotografía que casi has olvidado.

Los lugares te marcan por sensaciones, por eventos, por personas. Extrañar un lugar es extrañar lo que hubo ahí, lo que sucedió, amar el espacio, recordar las palabras, sentir de nuevo, imaginarte de nuevo con las mismas personas. Va de la mano, en ocasiones hasta te niegas a crear nuevos recuerdos, como si detener el tiempo fuera de mayor ganancia. Al final del día, sigue siendo lo mismo, quizá extrañas más de tí mismo que de los demás, lo que eras en ese momento, una chispa, un consejo, algo que te definió, que creíste que era tu imagen, que adoraste y abrazaste como el más valioso de tus momentos, como la gloria de un triunfo personal.

Entre dimes y diretes, acusaciones y exclamaciones, lo que más extraño es el cómo fui, el cómo hablé, el cómo actué y las posibilidades que cada acción me produjo entonces, sobre todo el tipo y calidad de amigos que recorrieron cada paso. A muchos los extraño, los añoro y los lloro, pero sobre todo temo, porque quizá reencontrarse no sea más que la terrible noticia de que no nos gusta en realidad ser lo que fuimos. Es la magia de los recuerdos, pueden cambiar, mutarse, eternizarse, y en muchas ocaisones permanecen mejor como simples recuerdos, es mejor dejarlos en el baúl.

Garabatos – Vanidad

Es indiscreta la vanidad, se oculta donde no hay olores y se disimula con su propio enojo. Es valiente porque se confunde con la hoja afilada que defiende el ogullo y cobarde cuando discrimina la comunión. Una pizca de sal y pierde la noción del tiempo, un terrón de azúcar y se torna agria. Pero ante todo es traicionera, hasta de su propio reflejo; asoma la cabeza ante la oportunidad y se olvida del instinto de seguir latiendo. Se cree poderosa, indestructible, tanto que antes de ser asesinada opta por la masacre de lo más querido y escapa al dolor con el suicidio. No conoce palabras ni razones, aún menos la caricias del clamor del corazón. Es en el rechazo de la mano amiga que divulga la carroña de su propio aliento.

De buenas noticias

«Humankind can’t stand very much reality»

T.S. Eliot

Siempre me han interesado las frases recogidas de otros, sobre todo porque la carga de autoridad que conllevan, sòlo porque alguien los reconociò primero, posterga a muchos de reclamar ya haberlo oído antes, con otras palabras, de su abuela. Cuando abren un escrito parecen pistas para lo que vendrá, o una técnica supeditada para elevar el ego bohemio-intelectual y justificar la publicación (desde mi propio ego-punto de vista). A mí me gustan, me atraen, y no son más que el borrador inicial de un hilo de pensamiento que me provoca tener algo que decir, algo que contar; huellas de un primer paso.

Hace unos días renté y vi la llamda última película de Rambo. Me gusta la ironía que ha provocado el personaje: siempre en contra de sus superiores y de motivos de su gobierno, y tornarse en un héroe para los mismos que juran lealtada a la misma bandera. Pero, y dejando a un lado esa testaruda tangente, es quizá ésta «última» historia la más sangrienta, violenta y humana, de todas. Me atrevo a decir que parece más una llamada para una toma de conciencia tras los límites de la humanidad que somos capaces de alcanzar y que el siglo XX nos demostró. Y es que este tipo de violencia es neta y únicamente humana: sádica, extrema, egomaniaca y sobre todo cruel.

Mientras sea una película es válido verla, podrá causarnos remoridmiento o incluso orgullo, pero la aceptamos porque es una «ficción» que se le ocurrió a algún demente, inadaptado social a quien quizá sólo le hizo falta un abrazo más de su madre para ser el chico popular-exitoso ejecutivo. Cuando un noticiero de televisión, un medio impreso o las descripciones de un locutor sobrepasan el límite de lo moralmente aceptable, lo tolerable o digno para los «puros y castos» nos escandalizamos, miramos a otro lado y censuramos, incluso tachando de amarillismo porque es puro «morbo», decimos. Sí, de los medios sólo vemos un pedacito de la realidad, un aisbo y desde un sólo punto de vista, pero en nuestro mundo y comodidad del hogar el mundo no se ve de ese color. Tan real que no nos gusta verlo, sentirlo o aceptarlo, porque nos remueve ese sentimiento de culpa, remordimiento, responsabilidad, porque lo hemos permitido como humanidad, una y otra vez, si al final no se trata de nosotros, y están tan lejos que no podemos hacer nada para cambiarlo, y mejor nos dedicamos a hablar de la magnificencia de una obra de arte.

Claro que no estoy diciendo nada nuevo, es sólo un poco también del remordimiento que existe tras esta pantalla y este teclado: de palabras no come la gente. Creo y siento que Sartre tenía razón al adjudicarnos la responsabilidad (yo sigo sin ver dónde está ese pesimismo con el que se le apunta) y George Steiner al mostrar que la cultura no evita la violencia. Pero los que lo vimos hemos de recordar que cuando cayeron las torres gemelas aquello nos parecía una escena salida de un tráiler del siguiente éxito taquillero. Definitivamente nos escudamos tras el término «morbo» para evitar ver la realidad que se nos hace demasiada para poder cerrar los ojos y dormir tranquilo (¡Cuánta gente conozco que no puede ver el noticiero por las noches porque ya no duerme…!).

¿No será que estas ficciones que vemos con algo de repulsión, y algunos con gusto, son ya demasiadas? Dicen por ahí «Cuidado con lo que deseas porque puede que lo consigas. ¿No será que al hacerlo verdaderamente estamos de alguna forma obligando a que sucedan aún con más frecuencia, o que no se frenen ni aún por las noches? ¿No será que nuestros sueños son demasiado perturbables porque no sabemos describir lo que es bueno? ¿Por qué nos aburren las buenas noticias (hay quien dice que una buena noticia no es Noticia? Es obivo que culparnos no nos ha servido de nada, ni frente al espejo. Empatar con plegarias los pecados no ha hecho que los usos de la tecnología sean menos agresivos, ni las caricaturas más banales. Quizá el malestar de la cultura sí sea toda es violencia reprimida, ese contrato social que evita que matemos a todos los que no sean de nuestro clan familiar porque nos invaden. No se vale seguirnos evadiendo diciendo que somos producto de nuestra sociedad si ni siquiera sabemos qué es lo que determina a la nuestra.

El sol no se tapa con un dedo, pero quizá sea buena idea otorgarle importancia a las cosas buenas (una vez que las definamos, al menos personalmente), y lograr que el balance del día no se supedite al enojo del tráfico o de un error; darle un poco más de importancia al hecho de que algo valió la pena en todo el día, algo, y que los sueños dormidos apunten a una posibilidad y no a una pesadilla. Sí, estaré loca porque yo también aún tengo fe en la humanidad.

Garabatos 14/05/09

Hay lugares donde el silencio es sólo una compañía, donde el espejo es sólo una mirada al pasado y las lágrimas la misma vaga sensación de que aún se reconoce al corazón. El reloj camina una raya y una ráfaga de viento sacude una pestaña suelta. Esa necesidad deja de ser una enfermedad, deja de reproducirse. El reloj da una vuelta, vuelve al mismo lugar, como si cada respiración fuera igual que la anterior, pretendiendo burlar una bocanada de aire llena de jazmión y estiércol. Un pestañeo y cambia la luz, un paso y es otro mundo. No importa cuántas vueltas dé el reloj, no llegará nunca a ningún lado, no será testigo ni jurado, no será su tiempo sino el de tus latidos el que marque el cambio de estación, el nuevo comienzo que marca cada amanecer.

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Quizá bastase con una lágrima frente al espejo, como los niños; un apapacho real para liberar a los fantasmas, a los muertos. Quizá sólo fuese la tonta necesidad de tener algo que justificase necestiar un poco de cariño, un abrazo, lo que fuera para tener una excusa para escribir algo que no fuera feliz. Quizá sólo fuese esa necesidad.

Quisiera que baste una lágrima y un espejo, un abrazo propio y el entendimiento de alguien que me reciba cuando regrese con una taza de chocolate caliente, un bolillo y un girasol.