A la sombra de un faro

Hay un cierto aire alrededor de los faros que olvidamos cuando no tenemos uno cerca. Quizá en su limitada y a la vez privilegiada vista de la gran vastedad de lo que parece agua infinita esa fuerza de supervivencia que garantiza el buen arrivo de quien a pesar de brújulas y estrellas se olvida la solitaria presencia. De su compañero más cercano no ve ni su luz, y sin embargo muchos se abrazan a ella para llegar al abrazo de una taza de café y una cama conocida. Siempre me han gustado los faros, aunque no conozco ninguno y quizá sea por eso que no recuerdo la última vez que me abracé a uno, o que sabía hacia dónde iba. Puedo mirar las estrellas si consigo estar lo suficientemente lejos de las luces de esta ciudad, y no importa cuánto las vea, no logro encontrar algo que me recuerde lo que se supone que estoy haciendo. Reconozco las Pléyades pero no me conforta encontrarlas cuando a nadie a mi alrededor les conforta o siquiera recuerda a un viejo mito. Quizá sea el mismo movimiento de la aguja, cosiendo y descosiendo, de lo que no se libra ese abrazo regalado y recibido sin mucha atención. Esos son los faros que tanto quiero, que tanto me llaman la atención y de los que no conozco ninguno. Quizá sea la necedad de ver una luz que alumbre un camino que probablemente me niegue a seguir por el simple hecho de tomar una decisión que no me imponga quien no importa cuánta experiencia tenga no podrá enseñarme lo que duele darse de topes con la misma pared. Quizá entre las olas, a la sombra de un faro encuentre sentido a la luz que probablemente no sea mi camino el que alumbre, sino solamente a mí.

girasoldemente@yahoo.com.mx

También es cruel

Dentro de las habilidades que se buscan dentro de la ecuación del día a día es no caer en la potencia del tedio, en el aburrimiento o la falta de sorpresa que provoca comenzar a ser a la misma hora, caminar los mismos escalones, saludar a las mismas caras, y realizar los mismos rituales. Somos seres de repetición, al grado de que podemos espantar el sueño si olvidamos darle tres vueltas a nuestra cama, ponernos de cabeza, sacarle la lengua al espejo, y poner el cepillo de dientes de cabeza. Si en algún momento algo de esto deja de funcionar, se recomienda hacer un cambio, pero que también se convierta en ritual, y quizá comencemos a dar diez brincos sobre la cama, correr el pestillo de la puerta 4 veces, hacerte pretzel, y acostarte con los pies en la almohada. Tiene su gracia el que sean estos rituales, la gente y la manutención de la idea de que todo va hacia algún lugar cuando nos negamos en movernos de donde estamos, los que nos mantengan relativamente cuerdos y funcionales dentro de los parámetros menos estorbosos y discriminatorios.

Las personas que nos rodean suelen ser parte de este tedio, y el juego se torna escabroso cuando empiezas a percartarte de la importancia que realmente tienen para tí ciertos aspectos personales… Sobre todo cuando te das cuenta que durante mucho tiempo te ha sido más fácil ir dejando a un lado ciertos lazos afectivos, no porque ya no te sirvieran o importaran o por no quererlos, sino simplemente por no dar más de lo que ya has dado, por no abrir más las puertas de lo que ya has hecho, y por no impregnarte con olores que no estás seguro si te quedan o no. Llega un momento en que vas comparando cantidades y te preguntas si de verdad es más importante contar con estos suficientes y esporádicos, a los numerosos y siempre fieles y escandalosos. A mí no es que me disguste la gente, es que me molesta en lo que me puedo convertir con algunos, en las cosas que puedo llegar a sentir, en lo que me provocan algunos… Y es que las emociones no son siempre controlables, sobre todo cuando entra en juego la autoestima y la autovaloración, que tanto les costó alcanzar ese lugar un tanto arriba de las rodillas como para tener que volver a escarbar bajo tierra para empezar a recuperar lo que no se comieron los gusanos.

Nunca me han gustado las despedidas, y quizá por ello prefiero excusarme para ir al baño, esconderme hasta que se va el penúltimo, pretender que voy a hablar por teléfono, o simplemente dar media vuelta una calle antes y caminar en dirección opuesta. Al final resulta un escape del tedio, de la misma historia de todos los días… La cuenta llega después, cuando aún no entiendes por qué aún te toman en cuenta, te extrañan o te reciben con los brazos abiertos como si fueras lo que más esperaba alguien ver esa noche. Son sorpresas y es cuando te preguntas si ese tedio, ese juego de todos los días, no es más que un pellizco cruel que te obliga a dejarte llevar…

Me gusta reencontrarme con la gente, pero cuando tengo ganas de ello. No siempre me acuerdo de un nombre, y por eso es más fácil evitarlo, o quizá no creo que de verdad quieran siquiera compartir tres palabras conmigo, y evito cualquier opción al disgusto. Resulta al final la justificación perfecta para denigrar las posibilidades…

Existe un gusto el poder compartir pasados, experiencias y recuerdos por ahí, sentarte sabiendo que ya se sabe, y después poder incluir a alguien más a la misma experiencia, poder compartir un poco más allá… Pero para uno quedan cosas en el tintero que escuecen un poco y es cuando se da la ocasión de buscar en otro lugar, otras posibilidades y así tener la libertad de un nuevo comienzo, como si el pasado no fuera más que una brisa de ayer que no dejó más que un titular en algún periódico. Me aterra y por eso el resto del empalizado superior, estar tan a gusto y el estarme alejando sin querer hacia otros lados, como si el tedio volviera a ser cruel y dentro de un par de años, comparar el mismo gusto y caminar a otros lados… ¿Dónde se supone que está el gusto de poder tener una familia si después se le da a uno por ignorar su existencia? y es ahí donde reside este pavor, esta necesidad de entender el rompecabezas y detener la huida sin motivos…?

Nuestras herencias medievales

Hablar de la Edad Media es como hablar de otro mundo, de una historia casi fantástica, por lo que en ocasiones se nos olvidan algunas costumbres o expresiones que heredamos de aquellas épocas. Pero nunca es tarde para recordarlo, y por eso hoy quiero hacer un breve recuento de algunas cuantas curiosidades. Hay que recordar que en el medievo no existían los cepillos de dientes, perfumes, desodorantes ni el papel higiénico (de la historia de las tazas del baño hablaremos en otra ocasión), por lo que las heces humanas se tiraban por las ventanas de los castillos y las casas. Al hacer esto, como no solían asomarse para ver si había alguien caminando debajo, nace la frase «Agua va», que en México aún usamos a modo de «¡Aguas!».

Toda la grandeza y suntuosidad de los palacios y del vestuario en general tiene explicaciones más allá del poderío o de la moda, sino de una lucha por la supervivencia y la tolerancia. El Palacio de Versalles nos sirve de perfecto ejemplo, ya que este palacio de París no cuenta con un sólo baño (es en serio), y nos sorprenden sus enormes y hermosos jardines que en la época eran más usados que contemplados, ya que se usaban como retretes en las fiestas promovidas por la realeza (…). Es verdad que durante las fiestas había sirvientes que se dedicaban a abanicar a los invitados, pero más que por el calor era por el hedor. Estamos hablando de una sociedad que no acostumbraba a bañarse nada seguido,(de hecho durante los meses de invierno no se bañaban por la falta de calefacción y agua corriente) por lo que el hedor que exhalaban de debajo de sus ropas (los cuales eran diseñados con telas gruesas y largas con el propósito de retener estos olores), y los abanicos ayudaban a, digamos que disimular, este insignificante malestar. No podemos olvidar que la mayoría de las bodas se realizaban entre mayo y junio, al comienzo del verano, esto porque el primer baño se hacía en mayo y el olor de las personas aún era tolerable para junio. Pero, como ya había indicios de hediondos aires, las novias llevaban ramos de flores para disfrazarlo, y de ahí nace la tradición del ramo de novia.

Esto de la limpieza es algo que en Europa tardó mucho en aprenderse, eran escuetos y de cualidades paticulares, ya que en muchos lugares se hacían en una tina llena de agua caliente para toda la familia. Primero entraba el jefe de familia, luego los otros hombres de la casa por edad y después las mujeres. Los últimos eran los niños y los bebés los últimos. Lógico que hubiera tanta mortalidad infantil, si cuando les tocaba el baño el agua ya no era más que lodo, pero de aquella no se «sabía» de bacterias.

Hay una expresión inglesa, Llueven perros y gatos, que tiene su origen en la edad media, porque los techos de las casas no tenían bajo tejado, y en las vigas se criaban animales (gatos, perros, ratas, aves, y demás) por lo que cuando llovía las goteras hacían que estos animales bajaran…

Ahora a los difuntos… Los más ricos tenían vajillas de estaño, el cual al oxidarse resulta venenoso. Los tomates, por ejemplo, facilitaban la oxidación del material, pero como no se sabía se consideraba que lo que era malo eran los tomates.  Con los vasos era lo mismo, porque la cerveza y el vino también lo oxidaban y la gente entraba en un estado de narcolepsia por lo mismo. Como hubo casos de tumbas desenterradas en las que había evidencia de que los muertos habían sido enterrados vivos (por estar catatónicos), los «muertos» se ponían en la mesa de la cocina durante algunos días, por si acaso despertaba, y de ahí nace nuestra costumbre de velar junto al cadáver. También nació la costumbre, por lo mismo, de atar el extremo de un cordel a la muñeca de la persona a enterrar, y pasar el cordel por un agujero del ferétro y conectarlo a una campana, para que en caso de que despertara pudiera avisar que estaba vivo bajo la tierra. De ahí nace la expresión «Salvado por la campana»…

Saludos!

Girasol Demente

girasoldemente@yahoo.com.mx

Incógnitas de la vida IV

Sinceramente hay muchas cosas que me encanta preguntarme y dejarlas corriendo hasta que termina mañana… Y es que estas parecen no terminar… sino multiplicarse, sólo hace falta hacerse la pregunta en la equina correcta, y siempre tendrás un motivo más para sonreír… Como cuando te haces un sandwich y el chope, el salami y la mortadela simplemente no encajan, porque alguien sigue haciendo el pan cuadrado y las carnes frías redondas. ¿Por qué no hacer el pan cuadrado o las carnes frías redondas y así evitar que me queden esquinas sin relleno? Llenar ese hueco con imaginación es como la cara que pones cuando después de lastimarte, la sangre ahí coloreando tu pantalón y te pregunta ¿Te duele? No vaya a ser que se trate de una herida virtual…

Somos animales de costumbres, pero de costumbres muy raras, porque entramos a un lugar completamente oscuro y abrimos los ojos como platos, como si viendo más oscuridad la veamos mejor, se estropea un aparto eléctrico y lo primero que hacemos es dejar el botón de encendido hasta que éste atraviese el aparato por el otro lado. Nuestra condición nos ha llevado a realizar las tareas más extrañas, como ponernos gotas en los ojos (quizá para disimular la resaca) pero cada que nos echamos las gotitas abrimos la boca de la manera más curiosa, como si de esa forma mejoráramos el tino, o quizá para comprobar que de verdad no nos las estamos tirando en el lugar equivocado. Nos sonamos la nariz con pañuelos, y cada que terminamos nos asomamos para ver qué salió, como si ahí fuéramos a encontrar el regalo que Santa Claus nunca nos trajo.  Por si fuera poco cada que echamos una carta al buzón nos encanta asomarnos, para ver si en el atisbo de esa oscuridad (ante la cual abrimos los ojos como platos) vayamos a encontrar al pueblo de Lilliput dispuesto a amarrarnos al suelo…

Y esto no termina, porque además nos encanta llegar a la cima de la montaña y ponernos las manos en la cadera, y desde y de cualquier altura, nos encanta ver si logramos vislumbrar nuestra casa (???). Hoy en día tenemos teléfono, y no sólo el celular, pero eso sí, si estás sentado y te llaman al celular te entra la necesidad de ponerte a caminar, y si estás caminando haces lo imposible por detenerte. No estoy segura en dónde catalogar la concentración de la misma ironía. En casa nos gusta estar descalzos, en calcetines, y si en casa de alguien está permitido hasta presumimos el nuevo diseño alrededor de nuestros pies, pero en una zapatería eso de quedarse en calcetines nos resulta incómodo, como si en una zapatería el mostrar el pie o el calcetín fuera motivo de una expulsión inminente del mundo del calzado… La gente no está ahí para hablar de tus calcetines y tú estás ahí para probarte zapatos, los cuales lamento informarte que no te caben a menos que te quites los que traes puestos. Es como comprar un helado en cono (barquillo, cucurucho) y justo a la mitad aceptamos el impulso de morder la punta del cono y después intentar ganarle la batalla a la gravedad por nuetro helado que sin mayor anuncio comienza a escurrirse con el rumbo fijo en nuestra playera y pantalones.

Sigo convencida que somos un espectáculo de tal envergadura que por eso los extraterrestres aún no han hecho «contacto». Es más divertido vernos hacer el ridículo cuando alguien nos cuelga el teléfono y nos quedamos mirando al aparato como si éste tuviera la culpa, nos escondemos debajo de las sábanas cuando tenemos miedo por la noche como si éstas fueran impenetrables por un cuchillo, y además nos creemos nuestras propias mentiras, porque en el cine en las películas de miedo siempre hay una puerta cerrada detrás de la cual siempre hay mucha luz, como si del otro lado los espíritus estuvieran fotocopiándose el trasero.

Pero eso sí, que ni qué, me sigo preguntando por qué a mí no me dieron la canica que tienen todos los vecinos y que siempre a media noche se les cae o sueltan a rodar por el piso…

Girasol Demente

girasoldemente@yahoo.com.mx

No sé qué quiero, pero sé lo que no quiero…

Me atrevo a citar a tantos que así lo dijeron, como a quienes con algo de valor lo clamaron a los cuatro vientos. Entre la infinidad de posibilidades, al menos poder elegir cuál es la piedra que no te gusta, cuál es el color que definitivamente no te quieres ver puesto, cuál es el aroma que te marea… Hay una gracia en el intentar, en el probar, en el aventarse la diferencia, quizá por la misma necedad que presumo de no hablar sin antes haberlo experimentado, analizado o al menos entendido. Queda mucho por entender, quedan muchas personas por conocer, muchas facetas decisivas que descubrir y una individualidad que presumir. Quizá por eso es que me gusta aventarme al precipicio, darme de topes con las paredes, discutir sin llegar a una conclusión hasta el final del siguiente día, y enrredarme con la misma historia hasta verla desde los ojos hasta de los mosquitos que ni van ni vienen, sólo vuelan.

Cuando recojo una piedra del suelo y la guardo en mi bolsillo, no busco aumentarla a una colección, en ocasiones simplemente cambiarla de lugar, llevarla a un lugar donde no «pertenece» donde el paisaje no sabe qué hacer con ella, pero donde simplemente es en sí misma una piedra, sin que le afecte qué sucede después. Lo he hecho varias veces, es un placer sincero el de exponer todo el entorno a algo que no estaba ahí, que sin estorbar tampoco sobra, simplemente está ahí. Quizá el que venga detrás no la vea, no la note no la justifique, sólo la encaje como parte del todo, de la fotografía que olvidará esos pequeños detalles que a mí tanto me llaman la atención.

He calificado como tragedia el haber aceptado verme desde tantos puntos de vista, incluso desde los juicios de quienes están más cerca de mí. Quizá debiera darme más tiempo para ser en la realidad que está ahí, aquí, del otro lado de la piel, pero no puedo dejar de ser tan yo, ni de ir tomando esos pequeños pedazos para ir armando mi babalonia, que aún parece más una bodega de objetos viejos, perdidos y olvidados, que un sueño de presente. Quizá por eso llega un momento de en serio tomar el paso de no preocuparme por la reacción, juicio, simpatía, apoyo, o misericordia de los demás.  ¿Qué hay de malo en soñar despierto? Si al final no estoy aquí para darle gusto a quien se abraza a mí, sino para estar a gusto en el espacio compartido…

Es verdad que no estoy segura de qué quiero, pero me queda claro lo que no quiero, y eso pesa más que una hipótesis del hubiera, y quizá sea la promesa de un jamás que llegó ayer y que olvidé mencionar cuando me lavaba la cara del otro lado del espejo. Nadie habla de garantías, porque tampoco se piden…